A diferencia del célebre J’accuse…! de Émile Zola en el marco del caso Dreyfus, cuando se prefirió mantener en prisión por espionaje a un militar inocente (judío y, encima, de la Alsacia amputada a Francia por Bismark unos años atrás) antes que comprometer el prestigio del ejército, no encuentro motivos para acusar a nadie por su actuación en el incendio de Hoyosduros. Antes al contrario: por alguna razón que guardaré para mí, he pensado que quizás es el momento para decir “yo confieso” en vez de “yo acuso”. Además, conocí hace mucho tiempo tanto a la consejera responsable como al director técnico de la extinción, siquiera fuera incidentalmente, y estoy seguro de que han hecho todo lo humana y técnicamente posible para combatir ese fuego lamentable de mi tierra. Eso sí, recordaré lo que decía Napoleón cuando algún notable le insinuaba que tal o cual militar tenía cualidades sobradas para ascender a general: “Sí, sí, muy competente, pero ¿tiene suerte?”. Hasta un rayo caído en las hondonadas de Hoyosduros puede comprometer, y no queda otra que apretar los dientes y hacer todo cuanto sea necesario. Es lo que se está haciendo, creo.
Por fortuna –todo es producto del azar y de la necesidad, dijeron Demócrito y el controvertido Jacques Monod–, mientras escribo este artículo otro meteoro, la lluvia, ha colaborado con el esfuerzo de todos cuantos intervienen en la extinción del fuego.
¿Hoyosduros he dicho? Hoyosduros, sí.
Pocas veces uno de Majaelrayo o de Robleluengo hablaba del Pico del Lobo antes de estos tiempos modernos y mucho de Hoyosduros, esa impresionante ladera, cual alfombra arrugada, que se extiende desde el pico más alto de Castilla–La Mancha hasta besar el Jaramilla y sus arroyos donde pesqué –como todos los serranos– truchas a mano. Un arte prohibido, al menos desde aquella vieja Ley de Pesca Fluvial, pero impreso en nuestros genes a lo largo de ocho siglos. Estaban lejos de nosotros entonces –salvo para la vista– aquellos singulares parajes del Pico del Lobo, pues sólo existía un camino de herradura entre mi pueblo y Peñalba de la Sierra por el que acompañaba a mi padre a permutarle al entrañable “Colorao” dos cargas de paja por una de peros. Un pero no es, desde luego, el hermano de la pera sino una variedad de manzana que se da bien en la Peñalba estos días abrasada.
Están muy ligados a mi infancia, e incluso a mi madurez por lo que luego diré, Peñalba de la Sierra, Cabida, El Cardoso de la Sierra, Colmenar de la Sierra, El Bocígano, Corralejo y el Real Sitio de Santuy. Y más aún Campillo –y sus cinco núcleos de población que fueron siempre jurídicamente iguales–, Majaelrayo y hasta Riaza, a cuyo carnicero, Saturnino “el Amaro”, mis padres vendían los cabritos cuando llegaba el tiempo. Reminiscencias de aquel tiempo en que mis antepasados pertenecieron al sexmo de Trasierra o Allendesierra, Comunidad de Villa y Tierra de Ayllón. Gentes y tierras pobres, de pastores sedentarios los unos y trashumantes otros desde que se pudo y hasta que se pudo, pero más libres que la mayoría a cambio de su desamparo si venían mal dadas de abajo en aquellos tiempos de Reconquista o de la guerra infame que se llevó las ovejas.
A “confesar”, pues.
Es probable, no estoy seguro del todo, que mientras desempeñé cargos públicos prevaricara en dos ocasiones, siquiera fuera levemente, en asuntos que afectaban a la provincia de Guadalajara. Dejaré el caso que tiene relación con esas tierras afectadas por el incendio del Pico del Lobo para el final, acepto hoy la denominación comúnmente aceptada de esos parajes, y devuelvo con gusto a Majaelrayo y Robleluengo el nombre de Hoyosduros, ese regalo blanco y azulado, según la estación, que puso al alcance de nuestra vista la Madre Naturaleza.
El primer caso tuvo lugar en el año –un solo año– en el que fui Director de personal y de los servicios económicos de la Diputación Provincial de Guadalajara, porque la Junta de Comunidades tuvo a bien concederme una comisión de servicios como funcionario (soy jurídico, en excedencia, de esa Administración). La explicación de este asunto, de gran complejidad jurídica, técnica y económica por la concurrencia de muchos factores y la participación de muchos actores (los tres grupos políticos de la Diputación, la Junta de Comunidades, el ministerio de Hacienda, etc.), la dejaré para otro día. Baste decir por el momento que fue un año “magnífico” (algunos ya sabrán por qué entrecomillo ese término) en el que, entre otras cosas, se hizo el contrato más grande de la historia de la Diputación y se transfirieron a la Junta servicios impropios como el hospital y el conservatorio. Gran valor el de la presidenta Pérez León, gran colaboración del presidente Barreda y los consejeros Valverde y Lamata, y muy buen trabajo “a favor de obra” de algunos diputados provinciales y muchos funcionarios magníficos, no lo entrecomillaré ahora. Gran “sentido de provincia” en esa ocasión, puedo asegurarlo, de PSOE, PP e Izquierda Unida.
Un paisaje propio del Pirineo en la sierra de Ayllón. La ladera que va a dar al liviano cauce del río Berbellido, por donde bajaron las llamas. Hoyosduros lo llemaban los más viejos del lugar. Afortunadamente, al ser una vegetación de brezo, retama y monte bajo en dos o tres años se volverá a recuperar, aunque habrá que tener cuidado con los arrastres por las tormentas. Foto: S. Barra
Pues bien, estoy casi en condiciones de asegurar –quizás lo explique, también, otro día– que con una votación favorable inferior a veinticuatro votos y una abstención no habría llegado a ser realidad en aquella ocasión (2008) –posteriormente no puedo saberlo– el plan de carreteras . Hubiera sido peligroso o, incluso, muy peligroso. Pero sí, lo votaron a favor los 25 con mucho sentido de las cosas; un consenso que he echado demasiadas veces en falta, por posicionamientos razonables o peregrinos, en beneficio de la provincia (el AVE, el Trasvase...). Cuando hubo que optar entre la absoluta pureza del procedimiento –que implicaría mucho retraso– o que el plan saliera adelante, algunos (yo sólo hablo por mí y, como mucho, por otra persona del ministerio; ignoro las razones del resto) optamos por lo segundo. El retraso nos hubiera llevado al tiempo de la grave crisis de los años posteriores, y a la proximidad de nuevas elecciones. Con una certidumbre rayana en la certeza el plan se hubiera atascado durante años.
Dejaré la explicación compleja, digo, para otro día porque no cabe en un artículo. Si he de dar una pista diré que en virtud del artículo 2.2 del Código Civil una ley deroga a otra anterior sobre la misma materia con las salvedades que la misma contenga (“lex posterior derogat anterior”), pero que eso no es así tratándose de actos administrativos (como lo es el acuerdo del pleno de una diputación) si ya han generado algún tipo de efecto jurídico. Y algunos efectos, y aún más expectativas –razonables o no–, ya se habían generado como consecuencia de anteriores acuerdos corporativos. Dejémoslo así hoy.
Mi segunda prevaricación “sui géneris” guarda relación con esos entrañables pueblos (para mí siempre serán seis) que hoy sufren una catástrofe. Utilicé en aquel caso, más que un argumento legal en el que no confiaba demasiado, una excusa de mal jurista: la institución de la analogía (según el artículo 4.1 del Código Civil procederá la aplicación analógica de las normas jurídicas cuando éstas no contemplen un supuesto específico, pero regulen otro semejante entre los que se aprecie identidad de razón), que congenia muy mal con la concepción ordenamentalista de nuestro Derecho cuando pugna contra una norma imperativa (artículo 6.3 del Código). Congenia mal, sí. Es grosero acudir a la analogía cuando una norma imperativa lo deja claro. Aunque se busque la Justicia con mayúscula, la justicia material, la única justicia en realidad.
Un día, hace varias décadas, llevé a la que entonces era consejera de Administraciones Públicas a esos pueblos ahora afectados por el incendio; quería que conociera otra realidad de nuestra región. Su excelente conductor –de Navahermosa–, aludió a las malas carreteras desde la Nacional I a la localidad. Le dije, con la seriedad que me fue posible, que no se preocupara, que eran tan malas porque pertenecían a la Diputación, pero que ahora seguiríamos hasta Campillo por una de la Junta de Comunidades. Le hice pasar por el camino, construido por la Junta, que con una pendiente próxima al 20% salva el Jaramilla. Quise que la consejera comprendiera que aunque no sea técnicamente un exclave, por no existir discontinuidad territorial, El Cardoso en muchos aspectos casi no pertenecía a nuestra provincia, a nuestra región, ni física ni afectivamente. Y que necesitaba un tratamiento distinto. Lo tuvo aquel año. Analogía mal aplicada (por pugnar contra una norma imperativa) y derogación singular de una norma reglamentaria (cuyas beneficiarias habían venido siendo sólo las mancomunidades) para dar solución práctica a una visible injusticia. Seis municipios independientes antaño –a diferencia del Concejo de Campillo– y ahora uno solo casi tan grande como la Franja de Gaza, que hasta dificultades para recoger la basura tenían.
Ese incendio es una desgracia para gente que conozco del municipio de El Cardoso, una desgracia para ese hombre tan trabajador de Peñalba que se casó con una moza de mi aldea, un motivo de desasosiego y tristeza para los responsables de la prevención y la extinción. Una desgracia para el medio ambiente, le demos o no alguna credibilidad al concepto que sobre el alma tienen los animistas. Desde luego, una llamada de atención –sobre todo a los jóvenes, que heredarán este patio– para que tratemos lo mejor posible a los montes y a los pueblos pequeños que son muchas veces la primera y última defensa contra los fuegos; muy visiblemente en municipios como El Cardoso, con tantos montes, con tantos tesoros naturales, con tanta lejanía, con tanto riesgo. Era muy cierto aquel viejo anuncio del Estado, creo que tan viejo que no existían las comunidades autónomas o eran aún embrionarias, según el cual “cuando un monte se quema algo tuyo se quema”. Aunque el monte sea el de Peñalba y vivas en Es Castell, en Castillejo de Martín Viejo, en La Restinga, o en Burdeos. Un anuncio, muy válido hoy, de aquel tiempo lejano pero no olvidado en el que Ricardo, los dos Julianes, Josemari y yo mismo reparábamos los tejados de La Vereda de sol a sol y espalda al aire –cada uno según sus habilidades y las mías las peores– y Félix Rodríguez de la Fuente se ocupaba a nuestro lado de sus lobos y muflones con la ayuda de Aurelio y otros. Un hombre al que traigo a colación por considerarlo primer gran divulgador de la necesidad de conservar el medio ambiente, aunque –también puedo asegurarlo– algunos de sus métodos tal vez chocarían hoy. Huiré del anacronismo, principal pecado de los historiadores profesionales o aficionados; también de lo accesorio, para no correr el riesgo de deslucir lo esencial del legado del personaje.
A mí el incendio me roba, en cierta medida, un trozo de aquella infancia en la que en el mismo día se daba el prodigio del amarillo de la mies en la era de pan trillar, las últimas nieves en los parajes ahora quemados (“al borrarse la nieve se alejaron los montes de la sierra” –escribe Antonio Machado sobre Urbión), y las cerezas que refulgían entre las hojas verdes del cimal que sobre su hombro cargó mi padre hasta la era como detalle y regalo para los que éramos jóvenes trilladores. Mi padre que me hablaba de El Cardoso y Colmenar, de Cabida y El Bocígano, de cómo la Guerra Infame le obligó a ser cabeza de familia y a caminar con diez años hasta las inmediaciones del Real Sitio de Santuy para acercarles el botijo, el pico o el azadón a aquellos hombres recios que trabajaban en los montes de ese paraíso entonces con tantas penas, con hirientes recuerdos de sangre y metralla aún candentes, con tantas vidas rotas, con tantas esperanzas de los supervivientes quizás. Porque el ser humano, cuando se va sobreponiendo a las desgracias, confía en que su destino aún reserva para él ocultos regalos y soleadas jornadas. Y suele haberlos, sí. Los unos y las otras. Hoy estoy seguro.
Un viejo que se va es una biblioteca que arde (cito aquí la cita de Felipe González sobre el desventurado Ibrahim Boubakar Keita), pero también se nos va mucho cuando se queman los montes que eran bálsamo para los ojos cuando los humanos, ya cercano el crepúsculo –el del día o el de la vida–, podían incorporarse provisional o definitivamente y soltar el azadón, la guadaña, el hacha o la hoz dentada. Mi padre se fue pronto, pero el dueño de su destino quiso que pudiera aprovechar en esa Sierra de Ayllón todo su tiempo útil para trabajar. Por eso sólo le privó de la infancia, que no tuvo, y de la vejez, que tampoco.
A lo mejor sí sabía mi subconsciente por qué había que darle un tratamiento diferente a un concreto pueblo, tal vez lo necesitaba, tal vez era de Justicia –“constante y perpetua voluntad de dar a cada uno lo suyo”, recoge el Digesto la definición de Papiniano–; incluso puede que supiera por qué extraña razón me aventuré a ir a trabajar un año, un solo año (dije que dos salvo que con uno bastara y por eso anulé la prórroga de la comisión de servicios ya concedida), a la diputación de Guadalajara y poner el alma, entre no pocas posibilidades de estrepitoso fracaso, para que saliera adelante aquel contrato comparativamente enorme (a la vista del pequeño presupuesto de la Diputación), que permitió arreglar todas las carreteras de la provincia.
A Robleluengo, mi aldea, llegó la luz eléctrica bien avanzados los años ochenta del moderno siglo XX, justo a tiempo para que con mi primer sueldo como funcionario de carrera, en 1984, pudiera comprarle una lavadora a mi madre. La carretera pavimentada llegó más tarde, y a mí empezó a parecerme que Dios había dejado de gobernar de lejos sobre ese precioso valle.
Estaba en lo cierto, no hay más que ver cómo luce ahora.
Rufino Sanz Peinado
Fui Director de Personal y de los Servicios Económicos de la Diputación Provincial de Guadalajara y Director General de Administración Local de la Junta de Comunidades de Castilla–La Mancha.